BREVIARIO CON LAGARTIJAS
Un callejón de lagartijas ha corrido paralelo a mis caminos.
Lo supe desde que mi madre me cantaba canciones de cuna.
Detrás de
ellas, rondaba esa cicatriz lamida por demonios
-hueco de
huesos-.
La primera luz de vida me desgarraba como un nervio líquido y sentía la leche
bajando por mi garganta con peligrosa aproximación al conducto del aire.
Respirar se
me presentaba más cercano al miedo que ninguna otra cosa.
Más tarde, recibí la orden de salir al mundo.
Debía armar
una lista futura de actos heroicos.
Me costaba
mucho, pues no dejaba de temer a esa cueva - lugar familiar a todos, pero del
cual nadie hablaba-, desde donde me retaban las lagartijas con mis ojos ciegos
puestos en ellas.
Ahí dentro,
solamente parecían sentirse a gusto aquellos que metalizaban palabras sin
encontrar un verso de salvación.
Afuera, el amor saltaba de aquí para allá con lo más siniestro del beso, en los
picos de las montañas los animales carroñeros leían nuestros contratos. Muchos
inventamos religiones, otros partieron en barcos enfermos.
Algo se tenía que hacer.
Entonces, mis manos armaron floreros y mis brazos sirvieron en las guerras. Me
colgué medallas. Salvé a las crisálidas de cristal y a las mujeres-paloma.
Pero nada fue suficiente.
Vivir era lo
mismo que un suicidio.
La vida
manaba de esa caverna y sus fluidos.
La vida daba
frutos a partir de muertes ajenas.
El corazón
revivía ante cada quebradura, entregaba su luz a ángeles que olían a ropa
húmeda y se aferraba a esas sabandijas, tan indiferentes a nuestro baile de
arañas en el alquitrán.
Ahora no sé qué más hacer.
El viaje
casi termina.
A ratos me consuelo pensando que quizás sufrir sea otra forma de luchar o el
paraíso necesario para escribir poemas como éste, una simple esfera de mármol
que tragamos y hacemos tragar a otros.
Nada que tenga mayor trascendencia.
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