EL PAÍS DE LAS MUJERES

 

Cuando las mujeres existían, los ríos no le debían nada al agua.

Ellos corrían por el cuerpo, su azucarado líquido rebosado en ingles, en axilas, y en luna llena se convertían en corrientes premonitorias como la murmuración de un Dios.

 

En ese entonces, los árboles se nutrían de música, de vinos subterráneos.

Entrelazaban sus raíces en gigantescos nudos enamorados para así emular el origen del universo.

 

Las mujeres frotaban sus tacones en los ásperos muslos masculinos.

Entonces, sin percatarse de nada, los hombres cambiaban de personalidad,

a veces de esqueleto, de pantalón, y sus noches sólo tenían tres horas

más un instante para rozar la locura.

 

Cuando las mujeres poblaban la tierra, el infierno realmente existía y sin lugar a duda, era un buen lugar. Se llegaba a él por dulces caminos de flores envenenadas y besos.

 

Luego, un buen día, las mujeres se fueron y sólo quedó la poesía hablando de lo desconocido y una aritmética que recomenzó en un punto muy lejano al cero.

 

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