Carta con cortadura

 Yo era tu mujer de carne y hueso. 

La que no dependía de una epopeya. 

La que corría al tiempo con tu voz. 

Liviana bajo tu camisa blanca. 

En silencio junto a la taza de té. 


Cuando en el espejo mirabas tu figura monolítica, 

un grano de arena se prendía en tu mano 

y resonaba en ti esa vieja canción 

que sin siquiera tú reconocerla, 

yo había escrito con música. 


Así eran las cosas, 

tan simples como un desván,  

tan parcas como para entenderlas 

                      y sentarse a esperar. 


El tiempo alcanzará para todo. 


También para consagrarnos

en el gran desencuentro 

de lo bello y lo tiránico. 


También, 

para que al final nos esfumemos,

mientras miramos estas erupciones 

apagarse sin amor y sin angustia.


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